Desde que el otoño hizo acto de presencia, los días se habían teñido de colores marrones y tonos oscuros. A diferencia de la belleza que adquieren los parámetros rurales con la llegada de esta estación, la ciudad se tornaba sombría y siniestra. Los callejones, fríos y vacíos, quedaban desiertos con la puesta del Sol. La ausencia de luz no hacía otra cosa más que alimentar los temores de los habitantes más supersticiosos. Por ello, los precavidos y temerosos evitaban caminar por estos recobecos. Los más valientes, o ignorantes, atravesaban sin pudor alguno el viejo y desgastado alquitrán de éstos. Una pareja de estos valerosos transeuntes son los protagonistas de este macabro relato. Los dos niños, muy amigos, llegaban tarde a una reunión con el resto de la pandilla, por lo que decidieron atravesar los callejones en busca de un atajo. Con toda la rapidez que les otorgoban sus pequeñas piernas, los dos muchachos cruzaron la primera de las callejuelas sin ningún problema. Sin embargo, al atravesar la calle principal en busca de un nuevo callejón que desembocase en su destino, los dos niños vieron a un hombre alto y delgado parado en el otro extremo de la estrecha y oscura calle. Éste le daba la espalda a los dos transeuntes que, mientras intercambiaban miradas temerosas, se pararon en seco.
- Mira... -dijo uno de ellos- ¿Qué hacemos?
- No te preocupes -contestó el otro- Seguro que se habrá perdido y no encuentra el camino -añadió con esfuerzo por no volver corriendo por donde había venido con su amigo.
- Está bien, sigamos -respondió el otro niño asustado.
Los dos muchachos reanudaron la marcha con un paso notablemente más lento al que habían caminado momentos antes de toparse con aquel extraño. A medida que avanzaban por el callejón, la forma del hombre vuelto de espaldas se hacía más nitida: medía cerca de dos metros; era muy delgado y sus extremidades eran escalofriantemente largas; vestía totalmente de negro y llevaba el pelo peinado hacia atrás.
La pareja de amigos se iba acercando con cautela hacia el final del callejón. Parecía extraño, pero a cada paso que daban, la sensación de alivio por salir de aquella lugubre callejuela se iba transformando en autentico terror por pasar junto al lado de aquel siniestro individuo. Ninguno de los niños decía una sola palabra. Estaban a pocos metros de pasar cerca del hombre. Ambos se volvieron a mirar, asustados por aquella figura que parecía estae sacada de un cuento de terror.
Continuaban dando paso tras paso. Ya podían escuchar la respiración del causante de sus miedos: lenta y pausada. Los niños dieron otro paso más y cerraron los ojos para afrontar los últimos metros con la única esperanza de pasar desapercibidos. Un paso más, podían escuchar el crujir de los huesos del gigante. Un paso más, el olor que emanaba del hombre se topó con las narices de los niños, un olor intenso y horrible. Un paso más... Un paso más... Los críos estaban a pocos centímetros del individuo, cada uno a un lado de éste. Un último paso más... Entonces, aquel hombre alto y delgado, se giró...
- Niños... -dijo con una voz aguda. El hombre tenía una piel blanca, de un tono enfermizo. Llevaba unas gafas de sol que le ocultaban los ojos. Su boca esbozaba una macabra sonrisa enseñando una fila de irregulares y amarillos dientes-. ¿Os importa si os hago una pregunta?
Los dos niños abrieron los ojos y se toparon con aquella monstruosa figura. Ambos se miraron, pero ninguno fue capaz de contestar. El hombre se agachó para dirigirse más facilmente a sus pequeños oyentes. Aquello no hizo más que otorgarle un aspecto más terrorífico: sus piernas formaban un angulo horripilante al estar dobladas, y sus brazos tocaban el suelo como si estuvieran cosidos al tronco del hombre, muertos, sin vida.
- Os he hecho una pregunta, niños -su voz seguía siendo aguda, pero sonó diferente esa vez. Los niños le miraron y vieron sus propios reflejos en las gafas del extraño- Bueno... ya que no me respondéis, lo tomaré como un sí -el hombre emitió un sonido parecido a una risa entrecortada. Entonces, fijando su mirada en el niño de su derecha, se quitó las gafas lentamente- ¿Te gusta el color de mis ojos?
El niño contemplo la macabra escena: el hombre se había retirado las gafas y le mostró dos cuencas vacías, oscuras y con matices rojizos que le otorgaban un aspecto dantesco. De ambos agujeros emanaba un edor nauseabundo y comenzaron a salir pequeños gusanos acompañados por incontables insectos diminutos, a cada cual más repugnante, que pronto treparon por el rostro blanquecino de aquel monstruo.
- Te dije, ¿te gusta el color de mis ojos? -el hombre agarró al niño del hombro y le acercó sus vacíos orificios oculares. El crío, aterrado, comenzó a chillar, pero el espantoso individuo le tapó la boca con una de sus frías manos- Abre esa boca solo para responderme, niño -el niño, con lágrimas en los ojos, asintió-. Bien... responde, ¿te gusta el color de mis ojos?
- Lo... lo siento. No... no tiene ojos, señor -contestó el niño temblando. El hombre, soltó al niño y sonrió. Pasó la mirada por el otro pequeñajo y volvió a centrarse en el primero.
- Bien, bien... -dijo con una voz profunda, grave y horripilante, totalmente distinta con la que habló la primera vez-. No tengo, cierto. Y ahora... tú tampoco -con un rápido movimiento, el hombre cerró sus manos en el cuello del niño. Éste no pudo emitir un solo chillido de alerta. El extraño comenzó a reír y con una ferocidad espantosa arrancó ambos ojos con dos letales mordiscos. Su boca abierta era del tamaño de la cabeza de un adulto normal. Los irregulares dientes parecían pequeños cuchillos. El niño cayó atrás, con su rostro cubierto de sangre. Del lugar en el que estaban sus ojos momentos atrás emanaban dos chorros de sangre que se intensificaban al son del latir de su corazón, hasta que éste se paró. El hombre, aún con los ojos del crío en la boca miró al otro niño, quien estaba totalmente paralizado. Éste, chillando, se dispuso a correr en la dirección por la que habían entrado al fatídico callejón. El hombre alargó su largo brazo, el cual parecía haberse estirado aún más, y agarró al asustado niño.
- ¡No! ¡Suéltame! -gritó el niño, mientras el hombre reía y lo arrastraba lentamente hacia él-. ¡No!
- Dime... ¿y a ti? -dijo con voz grave, ocultando su grotesca risa-. ¿Te gusta el color de mis ojos?
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